Elizabeth
Crowley era la preciosa, delicada, deseada por muchos y también ligeramente
impulsiva esposa de Benedict Crowley, un político de bajo cargo pero con buenos
amigos muy influyentes. Los Crowley pasaban gran parte de su vida asistiendo a
fiestas, comidas, reuniones y actos públicos que aseguraban lenta pero
progresivamente la, hasta entonces, poco brillante carrera de Benedict. Lady Crowley
acompañaba pacientemente a su esposo, pero, como gran parte de la esposas de
los amigos de su marido, tan solo era un bonito objeto que llevar agarrado a su
brazo, y ella lo sabía. Escasos meses después de que se produjera su
matrimonio, la paz y la relativa felicidad que le otorgaban el saberse esposa
de un hombre de fortuna, que parecía mirarla con adoración, desaparecieron. La
mujer pronto se dio cuenta que la inicial devoción que veía en los ojos de su
marido cuando la miraba, y que ella confundió con amor, era la misma que sentía
cuando recibía una de sus tan preciadas obras de arte, y aquello la sumió en la
monotonía de un matrimonio sin amor, en el que brillaban por su ausencia las
muestras de afecto, la conversación, y también la sensualidad. El señor Crowley
permanecía en casa lo estrictamente
necesario, que para él era dormir –y solo dormir- junto a su esposa. En ese
continuo estado de aburrimiento y tedio se veía obligaba a buscar entretenimiento
en la desidia de su día a día, como aquella tarde pensaba hacer.
Esa
tarde Lady Crowley saldría a visitar la plaza del mercado acompañada, como no,
de una de sus muchas doncellas. Eligió una de las más jóvenes y de las más
nuevas también, pues eran fáciles de engañar. Elizabeth estaba segura de que la
señora Quincey advertía a cada nueva sirvienta de su tendencia a hacerlas enloquecer
de múltiples maneras, pero las muchachas nunca se imaginaban que el ingenio de
Lady Crowley era muy puntilloso y casi desquiciante.
Su
próximo plan para aquella tarde era sencillo y fácil de ejecutar pero no por
ello menos divertido para la dama. Se encontraba con Giuliana, una bella
doncella italiana que habían contratado recientemente, curioseando entre los
puestos de comestibles, cuando Elizabeth advirtió que la joven, enfrascada en
una “intensa” conversación con la doncella de otra dama sobre las frutas de
aquella temporada, no la estaba prestando atención alguna, momento que
aprovechó para escabullirse entre la gente. Observó lo que vendían en algunos
puestos, pero siempre atenta a dónde se encontraba su doncella para asegurarse
de que no daba con ella. Y en uno de sus escrutinios se encontraba cuando chocó
contra algo, o alguien.
-Dis-discúlpeme,
no miraba por dónde iba… -tartamudeó Lady Crowley cuando advirtió que aquello
con lo que había chocado era un imponente hombre de metro ochenta y cinco de
altura, y cuando subió su miraba lentamente y sintiéndose avergonzada, se
encontró con unas duras pero amables facciones enmarcadas por un cabello oscuro
y en cuyo centro resaltaban dos hipnotizantes ojos verdes.
-No
se preocupe, no tiene imp… -trató de disculparla el hombre antes de que Lady
Crowley se escondiese precipitadamente tras su gran y musculado cuerpo.
Segundos
después, pasó muy cerca de ellos Giuliana, buscando con la mirada
desesperadamente a su señora. Hasta que la doncella no se alejó lo suficiente
Elizabeth permaneció escondida tras aquel desconocido, para después tratar de
escabullirse precipitadamente en la dirección contraria, pero una mano
reteniendo su brazo se lo impidió.
-Disculpe
dama, ¿de quién está usted escondiéndose? –preguntó el desconocido con un
ligero tono de gracia.
-Oh,
perdone por mi descortesía –dijo ella de pronto recordando sus buenos modales-.
Mi nombre es Elizabeth Crowley, y con respecto a su pregunta… Mi doncella, me
escondo de mi doncella –añadió señalando la dirección por la que había
desaparecido la chica.
-Entiendo.
Y discúlpeme si le parece descortés, pero, ¿por qué una dama querría huir de su
doncella? –preguntó él divertido.
-Un
pasatiempo, se podría decir –dijo ella como explicación, pero al ver la
expresión de confusión del hombre añadió-: no me gusta sentirme constantemente
vigilada y pasar el rato desquiciando a mis doncellas es lo único divertido en
mi monótona vida.
-Así
que su pasatiempo es desquiciar doncellas. Interesante –dijo él con el ceño
fruncido, arrancando una tímida sonrisa de los labios de la joven-. Pues le
convendría alejarse cuanto antes, supongo que no tardará en volver por aquí
buscándola. Permítame acompañarla –añadió tendiéndole un brazo.
Ella
declinó su ofrecimiento con una dulce sonrisa, pero aceptó disfrutar de su
compañía mientras se ocultaba de Giuliana.
-¿Y
hacia dónde se dirigía exactamente antes de nuestro repentino choque? –preguntó
él sonriendo.
-Realmente
no me dirigía a ningún lugar en concreto –contestó ella pensativa-. Oh,
disculpe, no le he preguntado su nombre. Usted es…
-Fedric
Bloodworth. Un placer –dijo él cortésmente besando la mano de Lady Crowley.
-El
placer es mío, señor Bloodworth.
-Perdone
mi atrevimiento, pero su apellido me suena terriblemente familiar, ¿de dónde
es?
-Mi
apellido familiar es Eldbridge. Crowley es el de mi marido, Benedict Crowley
–aclaró ella.
-Así
que Benedict Crowley. He oído hablar mucho de él, pero no tengo el placer de
conocerlo –dijo Fedric amablemente.
-Si
no es usted uno de tantos políticos desquiciados le recomendaría que se
abstuviese de hacerlo –dijo ella casi con sorna-. Y no piense que difamo sobre
mi marido pero, nadie que no se moviera en el mundo de la política sería capaz
de, digamos, sobrellevar su presencia –añadió mientras su rostro mostraba su
esfuerzo por buscar las palabras adecuadas para describir a su sobrio esposo
sin faltar el respeto del mismo.
-Comprendo
–asintió él con una chispa divertida en su mirada-. No soy político, no, Dios
me libre. Generalmente me abstengo de involucrarme en temas ajenos a las artes.
La pintura, la música, el teatro y demás maravillas que alivian el alma de los
hombres, es lo único en torno a lo que gira mi vida.
-¿Así
que es usted pintor, músico y actor, señor Bloodworth? –preguntó ella con
verdadero interés.
-Para
nada puedo aspirar a ser tantas cosas como las que pude dar a entender, tan
solo las admiro y practico con humildad. Aunque he de admitir, y espero no
sonar pretencioso, que la música nunca fue algo que se me resistiera a dejarse
manejar –la voz de él sonaba melosamente armónica y dulce en los oídos de ella,
con un deje de diversión y cierto coqueteo que Lady Crowley detectó pero que,
sin saber por qué, no le molestaba en absoluto.
-Mi
marido se hace llamar a sí mismo fanático del arte, pero nunca llegaré a
comprender como lo que él llama fanatismo consiste en adorar, admirar y
prácticamente enamorarse de una obra de arte solo hasta el momento en que otra
nueva aparece ante sus ojos –dijo Elizabeth más para sí misma que dirigiéndose
a su acompañante.
-Con
todos mis respetos, y espero no ofender su honor de esposa con esto, pero, no
considero que su marido aprecie realmente lo que posee. No por ser algo la
novedad debe ser más adorado, dejando de lado lo que ya conocemos. Cada obra
desprende una luz propia, al igual que lo hacéis las mujeres, si me permite
decirlo –susurró él con cierta sensualidad en su voz-, y al igual que ocurre
con las mujeres siempre habrá una obra que se aprecie y ame más, pero no por
ello el resto pierden su brillo. Cada hombre ve en una mujer en concreto un
algo que le llena, por ende, y según el ejemplo que he puesto, cada persona
consigue encontrar en una obra en concreto la paz que otorga mirar la belleza
absoluta.
-He
de decir, señor Bloodworth, que sus palabras me han dejado realmente
impresionada. Además de el buen músico que ve usted en sí mismo he de añadirle
que sería un excelente poeta –alabó Lady Crowley a su nuevo conocido.
-Para
nada, señorita, pero le agradezco su cumplido –agradeció él cortésmente.
Lady
Crowley se sonrojó ligeramente mientras continuaba su paseo hacia la tienda de
retales cercana a la estación, disfrutando de la compañía del apuesto Fedric
Bloodworth. Durante el trayecto la conversación pasaba de unos temas a otros
con la más absoluta naturalidad. Lady Crowley quería saber más sobre pintura,
música, poesía, teatro…, y el señor Bloodworth contestaba a todas sus
preguntas, devolviéndole algunas propias a ella sobre su familia, su casa, sus
aficiones… Y así la tarde pasó con extraña rapidez, volviendo ambos al mercado
unas horas después, con una bolsa repleta de telas de brillantes y vívidos
colores, y la sonrisa de ambos permanentemente pegada a sus labios.
-Bueno,
creo que sería hora de buscar a mi doncella. Es probable que siga buscándome
desesperadamente, o que haya ido a buscar a la señora Quincey invadida por el
pánico –dijo ella tratando de mostrarse seria mientras una ligera risa escapaba
de su garganta.
-Con
todo el respeto, es usted totalmente perversa, Elizabeth –pero la sonrisa en su
rostro mostraba que se trataba de una broma.
-¡Mire!
–dijo ella de pronto-. Aquella de allí, la muchacha de cabello claro que hay cerca
del puesto de legumbres. Esa es Giuliana, mi doncella –explicó señalando
discretamente la joven-. Le aconsejaría
que si quiere reír unos instantes continúe observando –añade Lady Crowley antes
de despedirse de su acompañante con una rápida sonrisa, para después gritar
sobre su hombro-: Ha sido un placer, señor Bloodworth.
Elizabeth
se aproximó a Giuliana más pausadamente mientras simulaba enfado en su mirada,
sintiendo los ojos del hombre pegados en su espalda.
-¡Giuliana!
¿Dónde te habías metido? Me acerqué un momento a un puesto de dulces, y al
instante habías desaparecido –Lady Crowley trató de contener la risa que se
agolpaba en su garganta mientras observaba el rostro lleno de pánico de la
joven doncella.
-Pero…
señora, yo… usted… -la voz de la joven era apenas un susurro jadeante, su
rostro mostraba verdadero terror y Lady Crowley no fue capaz de continuar con
su broma, sintiendo compasión por la pobre chica.
-Tranquila
querida, era solo una broma. Relájate –dijo tratando de calmar a la joven
mientras pensaba como sacar provecho de la situación sin causar un infarto a la
alterada doncella-. Está bien Giuliana, no ha ocurrido nada. Pero te propongo
un trato –añade sonriendo-. Tú me acompañarás a partir de ahora en mis compras
y paseos, yo podré caminar sola entre los puestos o ir a donde me plazca
mientras tú podrás hacer lo mismo, y nadie sabrá nada acerca de hoy ni de
ninguno de los otros días. Ninguna de las dos se meterá en problemas, sobre
todo tú. ¿De acuerdo? –propuso Elizabeth pensando que ahora su mayor deseo para
romper la monotonía podría dejar de ser sacar de quicio a sus doncellas.
Por
su parte Giuliana asintió, pero aún estando dudosa.
-Piensa
que son horas libres en las que continuarás cobrando. Y espero que podamos ser
amigas, de verdad. En la casona la compañía se está volviendo realmente tediosa
–añadió con el rostro más serio.
Y
tras esto empujó ligeramente a su desconcertada doncella dirigiéndose de nuevo
a casa a tiempo para la hora de la cena.
Ah!!! Por cierto, Kashmir, adelante con tu propuesta ;) jaja Un beso, guapa.