¿Y qué pasaría si un día nos dejáramos llevar
por el caos? ¿Qué si nuestras mentes entrópicas deciden ceder a la enajenación
del alcohol? ¿Qué si nuestros cuerpos se enredan entre las sábanas, entre sí,
hasta dejarnos sin aliento? ¿Y qué si a la mañana siguiente no recuerdo tu
nombre? ¿Qué ocurriría si no recordaras tú el mío? Puede que al despertar nos
demos cuenta que el fuego de la pasión consumió los recuerdos como si de
hojarasca se tratara, que las palabras, las propias letras, se perdieron entre
el vaivén de nuestros cuerpos. O simplemente que en aquel momento no pareciera
tan importante el saber nuestros nombres, porque puede que realmente no lo
fuera. Porque quizá fuera necesario perder la identidad durante una noche, y
ser solo un cuerpo necesitado de otro.
Cuando la temperatura aumenta y el raciocinio
se pierde, la fricción candente de los cuerpos aumenta, la sensación de unos
labios recorriendo tu cuerpo, de arriba hasta abajo, es lo único que capta tu
cerebro, la sinapsis se acelera, ese exquisito temblor recorre tu cuerpo. Sabes
que el otro te desea con cada ínfima fibra de su cuerpo, al igual que quema el
deseo en tus venas, al igual que morirías tú en ese instante por un placentero
segundo de liberación.
Y es por la mañana, cuando las sábanas ya
frías, pero aún rezumantes de un pegajoso pero a la vez delicioso olor a sexo,
el olor del impulsivo acto que cometiste en una noche cualquiera, cuando te
percatas de los matices. Cuando te percatas del cabello oscuro del desconocido
que duerme placenteramente. De la forma de su cuerpo bien formado bajo tus tan
preciadas sábanas de intenso color turquesa de las que te niegas a deshacerte
por muchos años que pasen. Es el momento en el que su rostro calmado te hace
preguntarte de qué color eran sus ojos. Azul
celeste, que emane la paz de las aguas en calma. Verde intenso, como la
esperanza que crees haber perdido. Marrón chocolate, que te recuerde tu siempre
persistente amor por el dulce. Negro, profundo, absorbente, como el fondo de un
pozo tenebroso. O quizás ninguno de ellos, o quizás todos ellos, creando una
vorágine indescriptible de colores que te deje tan impresionada que no puedas
apartar la vista de ellos. Pero entonces te das cuenta que todo eso es una
estupidez, que lo de anoche seguramente fue una tremenda estupidez. Y huyes en
tu propia casa. Borrando las huellas de tu delito con agua ardiente y esperando
que, al salir de allí, la naturaleza del hombre haya salido a la superficie y
se haya marchado por donde había venido. Pero no, no es así. Lo que te espera
al salir es el delicioso olor del café recién hecho y dos tazas rebosantes en
la encimera de la cocina. Y unos ojos, mirándote directamente. Negros, negros
como el anochecer, con una explosión de un sorprendente azul aguamarina en el
centro y motas doradas como estrellas en los bordes. Y sabes que aquellos ojos
pueden ser eso que tanto tiempo llevas buscando para aferrarte, o pueden ser el
inicio de la más absoluta de las perdiciones.