Seguidores

viernes, 24 de diciembre de 2010

Mery

Mery era huérfana, pero no una huérfana cualquiera, ¡ojo! De pequeña siempre contaba una historia, la misma, cada 24 de diciembre. Era una historia bonita, la verdad. Ese día, se levantaba temprano y venía corriendo a mi habitación. Me despertaba con su voz cantarina y lo primero que veía era su carita redondita, de mejillas sonrosadas y resplandecientes. Me cogía de la mano, sin tan siquiera dejarme tiempo para calzarme las zapatillas de invierno, y avanzaba al trote por los pasillos de nuestro gran orfanato, en silencio, para no despertar a los otros niños, arrastrándome con ella.

Con cuidado, llegábamos hasta una salita con dos cómodos sillones marrones y una bonita chimenea de piedra gris oscura. Luego, sin haber dicho aún una sola palabra, salía disparada hacia la cocina, pero en tal silencio, que muchas veces llegué a creer que flotaba ligeramente sobre el suelo. Al cabo de 5 minutos exactos –Mery siempre fue muy puntual- volvía a paso lento con una bandeja de plata con dos grandes tazas blancas encima, que contenían el chocolate caliente más rico que jamás haya probado. Delicadamente, dejaba la bandeja sobre una mesita de color ocre que había entre los dos sillones, se sentaba junto a mí, y nos arropada a los dos con una gran manta beige.

Mery nunca cambió su forma de comenzar la historia, decía: “¿Sabes? Yo, en realidad, no soy huérfana. Te voy a contar una historia, pero tiene que ser un secreto entre los dos, ¿vale?”. Yo asentía, siempre, como si fuera la primera vez que escuchaba aquella historia. Aunque, realmente, esa historia siempre era nueva, cada año añadía nuevas aventuras y relatos, haciendo que año tras año la historia fuera más larga y completa, cada vez más interesante.

Después de comenzar con esa breve introducción, sostenía la taza de chocolate caliente entre sus manos, la contemplaba durante unos instantes y, tras dar un largo sorbo, reposaba su cabeza sobre mi hombro. La primera vez creí que llegaría a dormirse, pero no, nunca se dormía, cerraba los ojos contemplando en el interior de sus párpados su propia película, esa historia que tanto le gustaba y tanto llegó a gustarme a mí.

Y así, con esa precisión, perfectamente igual año tras año, comenzaba esa historia fantástica e intricada que tenía el poder de mantenerme en vela con una taza de chocolate caliente en la mano y la maravillosa cabecita de Mery en mi hombro.