Elián
siempre quiso a Ingrid, incluso antes de conocerla. Desde que vio su sonrisa
infantil asomar por el marco de la puerta de su habitación el corazón se le
aceleró y la respiración se le cortó. Sus rizos dorados y alocados danzaban a
su alrededor, y su boca regordeta, siempre manchada de cualquier dulce, nunca
hacía una mueca triste. Era un pequeño tornado de tres años la primera vez que
se topó con sus ojos oscuros como el ónice, con aquellos pequeños y chispeantes
destellos de amatista, y él tan solo le doblaba en edad, con sus recién
cumplidos seis años. Nunca nadie creería que aquel pequeño niño de pelo oscuro
y ojos ambarinos, que se escondía en su cuarto el día de su propio cumpleaños
para escapar del constante ir y venir de los adultos y la excesiva atención que
tenían sobre él, se enamoraría de la inocente sonrisa de aquella chiquilla
descontrolada a tan corta edad.
Ingrid
era la hija de la cocinera de la casa, una mujer de aspecto amable y rasgos
suaves que pasaba el tiempo entre fogones y que preparaba los mejores pasteles
que Elián jamás había probado. La niña había heredado de su madre el gusto por
los duces y el chocolate, pero también la sonrisa dulce y el pelo claro. Los
ojos oscuros de Ingrid, esos que al mirarlos parecían pozos, eran los mismos que
los de su padre, muerto por un desafortunado accidente sin siquiera haber visto
el rostro de su niña. Las mejillas sonrosadas de la pequeña añadían un destello
de color a su tez pálida como la porcelana, que contrastaba con el moreno
natural que poseía el pequeño Elián.
El
día que el niño, resguardándose en su habitación del ruido de la fiesta, vio la
pequeña naricilla de Ingrid asomarse curiosa por el marco de la puerta, el
miedo pasó a través de él con la fugacidad de un rayo. El temor inicial de que
alguno de sus irritantes familiares fuera a buscarlo y obligarlo a abandonar su
cuarto, desapareció en el instante que se dio cuenta de que aquel pequeño ángel
de pelo rubio y ojos negros no tenía intención de lanzarlo a la angustia de la
fiesta que abajo se celebraba.
-Hola
–saludó Elián con una sonrisa en el rostro-. ¿Quién eres?
-Hola
–saludó la pequeña de vuelta con su voz infantil y tímida-. Ingrid –añadió
señalándose a si misma con una sonrisa dulce y tímida.
El
pequeño Elián amplió su sonrisa y se acercó a la niña con cautela, tendiéndole
una mano.
-Yo
me llamo Elián –se presentó sin perder la sonrisa al tiempo que tomaba la mano
de Ingrid.
-Elián…
-repitió ella pensativa, y en su rostro apareció la sonrisa más radiante que el
niño jamás había visto.
Aquella
presentación tan desconcertante, entre un niño tímido que amaba más al silencio
que a las personas y una pequeña niña que a su corta edad tenía la
charlatanería y el desparpajo de alguien mayor, fue el inicio de una relación
tan extraña como firme. Elián consiguió averiguar de la pequeña que era hija de
la cocinera y que recientemente su madre comenzó a llevarla a las cocinas con
ella para no depender de otros que la cuidasen y poder también pasar más tiempo
a su lado. En aquella tarde de cumpleaños la amistad entre ambos consiguió
crecer desconcertantemente rápido, y Elián descubrió que, desde ese día, sería
incapaz de vivir sin aquella pequeña niña a su lado. Cada mañana, tas terminar
sus clases, él bajaba a las cocinas a toda velocidad y esperaba a la revoltosa
Ingrid, que aparecía con la boca manchada de chocolate y un dulce diferente
cada día para su amigo. La casa entera era su patio de recreo, y siempre se
aseguraban de no ser vistos porque, a pesar de que nadie le dijo que no debía
trabar amistad con Ingrid, el niño presintió que su padre no aprobaría aquello.
Elián era incapaz de pasar un día sin tener cerca a la niña, y ella absorbía
cada palabra y gesto de él con una profunda admiración. Los revoltosos niños se
cuidaban y protegían el uno al otro a toda costa. Elián tomaba las culpas de
cualquier posible destrozo que produjeran mientras correteaban por la casa, e
Ingrid se hacía responsable frente a su madre de la desaparición de cualquier
dulce. El día a día de ambos transcurría con monotonía, pero nunca era
aburrido, jamás podrían aburrirse si estaban el uno junto al otro.
Los
años pasaron por ambos con rapidez, hasta que Elián dejó de ser un pequeño niño
de facciones suaves e Ingrid cambió los rizos alborotados y las mejillas
regordetas por una suave cascada de bucles dorados y un rostro dulce de pómulos
rosados. Continuaron encontrándose casi diariamente durante todos esos años,
pasando de los juegos de niños a las largas conversaciones, lecturas y paseos por el jardín, e incluso algún beso
furtivo en la comisura de los labios que dejaba las mejillas de Ingrid
encendidas y que provocaba una sonrisa pícara en el rostro de Elián. El
sentimiento que ellos bien conocían, y del que nadie tenía constancia, se hacía
cada vez más intenso y maduraba y crecía a medida que ellos lo hacían.
Ingrid
contaba ya con 16 años el día que su madre consideró que debía comenzar a
ocupar un lugar en la cocina y aprender todo lo que ella tenía que enseñarle.
La joven había heredado de su madre el amor por la cocina y, sobre todo, por
los dulces, pero no quería encerrarse entre cuatro paredes, pues eso le robaría
horas que pasar con Elián, y ninguno de los dos podía evitar sentirse
angustiado si no podían verse en un par de días.
-Pero
madre –comenzó a replicar Ingrid-, no puedo pasar el día entero encerrada entre
hornos y fogones. Por favor –suplicó con expresión desolada.
-No
pongas esa cara, niña. Te podía funcionar cuando eras una cría, pero ya no –la
riñó su madre, pero sin verdadero enfado.
-Por
favor, madre… -repitió suplicante.
La
siempre sonriente mujer observó a su hija con mirada escéptica y la tomó de la
barbilla, mirando con fijeza los ojos oscuros de la joven.
-Ingrid,
no puedes continuar llevando la vida de una niña atolondrada. Vagar por lo jardines
de la casa y por el pueblo no te hará una mujer de provecho.
-Lo
sé, madre –admitió la chica con pesar-. Trabajaré por las mañanas en las
cocinas, lo prometo. Pero permíteme tener las tardes para mí. Por favor, madre,
por favor –su voz afligida ablandó el corazón de la madre.
-Está
bien –consintió ella tras un largo silencio-. Pero trabajarás todas las mañanas,
sin distraerte, y aprenderás todo lo que tenga que enseñarte.
-Lo
prometo, madre. ¡Gracias! –y lanzó los brazos alrededor de la sonriente mujer.
-Corre
a disfrutar de tu último día de libertad, revoltosa, mañana no saldrás de la
cocina hasta la hora de la comida –palmeó la cabeza de su hija y sonrió-. ¡Ah!
Una última cosa, la señora quiere conocerte. Siempre quiere saber quién
pertenece a su servicio.
-Claro
–asintió Ingrid ya saliendo por la puerta de la cocina-. ¡Adiós, madre! –se
despidió.
Corrió
por hacia el jardín de rosales que había en una de las zonas más alejadas de la
finca, donde encontró a Elián recostado contra un árbol y con los ojos
cerrados. Ingrid desaceleró su paso y se aproximó lentamente al joven. Los años
habían marcado sus facciones, sus hombros eran anchos y contaba con una
considerable altura. Llevaba el pelo desordenado en rizos negros y una
ligerísima capa de vello le cubría la mandíbula. Ingrid se sentó junto a él,
sin tocarlo, haciendo uso de su natural sigilo, y tomó una rosa caída con la
mano. Con cautela, la acercó al rostro del chico y la pasó por su nariz y
mejillas. Elián reaccionó abriendo los ojos repentinamente y mirándola con
sorpresa. Al cabo de unos segundos en su rostro se dibujó una dulce sonrisa y
se incorporó para acercar a la joven hacia él.
-Sigues
siendo una niña, Ingrid –bromeó, y a continuación depositó un beso en la
mejilla de ella.
Ingrid
pasó una mano dulcemente por la mejilla de él y besó la punta de la nariz de
él.
-A
partir de ahora solo podré verte por las tardes –dijo Ingrid por fin, aún
cercano su rostro al de él.
-¿Y
eso por qué? –la preocupación se filtraba poco a poco en el rostro de Elián.
-Mi
madre quiere que trabaje con ella en las cocinas. He conseguido convencerla de
que me deje las tardes libres –le contó ella con pesar.
Elián
rodeó a Ingrid con los brazos y la atrajo hacia su pecho.
-Las
mañanas serán eternas sin poder estar contigo.
-Lo
sé –se acercó a un más a él.
-No
deberías trabajar en las cocinas –la voz de él sonaba seria y pensativa.
-¿Y
eso por qué? Me gustan las cocinas, pero no separarme de ti –ella levantó su
rostro, mirándolo a él.
-Cuando
me case contigo no tendrás que cocinar –sentenció Elián.
-Elián
–comenzó Ingrid-, sabes que no desearía otra cosa en el mundo pero…
-No
–la interrumpió-. Me da igual lo que digan, mi madre, mis padres, el pueblo, la
comarca y el país entero si se tercia. Sé qué quiero y a quién quiero –fijó sus
ojos ambarinos en los ojos oscuros de ella.
Ingrid
permaneció en silencio, asimilando las palabras que el joven acababa de
decirle. Elián llevaba años, desde que eran niños, asegurando que se casaría
con ella, pero nunca había visto esa seriedad y determinación en su rostro y,
en cierto modo, eso le asustaba más que nada. No era estúpida, lo que sentían
el uno por el otro era fuerte, demasiado, pero nadie lo consentiría. Llevaban
tantos años ocultándose a los demás que había olvidado como podría ser actuar
en público frente a él. Jamás se habían encontrado por la casa o la finca sin
haberse citado antes e Ingrid no conocía a ninguno de sus señores, pues su
madre se encargaba de que no apareciera por las cocinas cuando alguien tenía intención
de bajar. La fuerza con la que Elián pronunció aquellas palabras le asustó
tanto que tan solo quiso correr y olvidar que alguna vez había estado
enamorada, pero solo fue capaz de abrazarse a él lo más fuerte posible y
aspirar su olor a pino y sándalo.
-Elián…
-su voz temblaba por lo nervios.
-Te
quiero, jamás olvides eso –se inclinó sobre ella y rozó suavemente sus labios-.
Y pase lo que pase no te van a separar de mí –y al fin le dio ese beso que
ambos llevaban esperando demasiado tiempo.
Bloggeros míos!!!! Tenía unas ganas locas de subir algo al blog, y llevaba varios días trabajando en esto, que en principio iba a ser un relato corto, lo típico, pero me esta gustando así que voy a dividir el relato en 3 o 4 partes para hacerlo un poquito más largo.
Como veis volvemos a la época antigua (lo mío es obsesión, ¿eh? jaja)
En breves tengo intención de subir una "reseña-recomendación" de un libro que leí hace poco: "La Isla Bajo el Mar" de Isabel Allende, que la verdad adoro a esta autora.
Poco más que decir, espero que empecéis el mes de diciembre con ganas y energía y que nadie se agobie por exámenes y demás. Mejor estudiar tranquilamente, que nada bueno sale de estar nervioso ;)
Un beso!!!! ♥