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jueves, 28 de julio de 2011

El por qué de una sonrisa (parte II)

Bueno, después de mucho pensar, decidí hacer una segunda parte de "El por qué de una sonrisa" ya que para mi gusto le faltaba algo y, ya que me gusta como quedó la primera parte, no quiero eliminarla y hacer un conjunto de las dos cosas así que aquí os dejo la segunda parte.

Narrada por Richard (Dick)

Aquella tarde veraniega no buscaba compañía alguna, tan solo caminaba alejado de las abarrotadas calles de la ciudad, tratando de no cruzarme con nadie conocido con quien tener que entablar conversación por mera cortesía. Llevaba días buscando cualquier trabajo que me permitiera llevar algo de dinero a casa con el que llenar el estómago de mis hambrientos hermanos y mi cansada madre, pero las oportunidades no se me presentaban a espuertas.

Entre mis tortuosos pensamientos me dejé llevar por mis pies hasta un discreto encinar situado cerca de uno de los caminos que salían de la ciudad. Allí, bajo una frondosa encima de tronco grueso y hojas frágiles, se hallaba sentada una chica. Estaba totalmente convencido de que pertenecía a una familia acaudalada, pues sus ropas, a pesar de ser sencillas, se mostraban de aspecto caro. Por un instante mi cabeza me dijo que me alejara de allí, pues nunca me gustó tratar con gente adinerada, pero sus ojos, perdidos en algún lugar lejano, denotaban tal tristeza que no pude si no acercarme y decir:

-¿Hola? -si hay algo que tuve claro en ese momento, era que mi voz destilaba una gran inseguridad en cada letra.

Ella se levantó agitada, haciendo botar sus rizos castaños y repentinamente, como si me conociera desde siempre, sonrió con tal intensidad que hasta sus, antes tristes, ojos azules desprendían cierto brillo.
Aquella imagen tan desconcertante, dada la situación, pero tan bella, provocó en mí la sonrisa más estúpida que jamás he mostrado ni mostraré. Desde ese fascinante instante en que nuestros ojos se cruzaron y que dio ligar a una serie de simples pero importantes sonrisas, mi vida cambio hasta el punto de no reconocer en mí al chico arisco y orgulloso que siempre fui. Y pondría la mano en el fuego una y mil veces sin miedo a afirmar que la suya tampoco fue igual desde aquel día.

Mi Selina. Porque siempre fue y será mía, por mucho que la vida se empeñe en poner trabas. Pero esa, es otra historia.

viernes, 15 de julio de 2011

El por qué de una sonrisa

Hace ya muchos años, tantos que muchos los olvidaron ya, una joven de aspecto frágil, de claros y sagaces ojos y cabello castaño suelto y rizado, salía de lo que siempre llamó su hogar, cegada por un arrebato juvenil. Su cuerpo, ceñido por un prieto corsé –tal y como se llevaba en la época- estaba enfundado en un sencillo vestido azul que se adornaba con un lazo en la cintura. Caminaba con prisa, sin lugar concreto al que acudir, tan solo iba en busca de algo, o quizás fuera alguien, que presentía sería su liberación, mientras una gran capa del color del zafiro ondeaba tras ella dejando una estela azulada durante unos escasos instantes.

Caminó por las calles de una ciudad en pleno apogeo, repleta de risas de niños, puestos de venta y la mezcla de perfumes de las muchas damas que paseaban seguidas de su servidumbre por las angostas calles del mercado. Algunos caballeros, ataviados con sus chalecos, sombreros de copete y aquellos lustrosos zapatos limpiados a conciencia por los criados de cada uno de ellos, se reunían a charlar, siempre lejos de las entradas de los garitos de mala muerte que abundaban en aquella calle y que ellos consideraban no aptos para su persona. Los niños correteaban sin prestar la más mínima atención a sus cuidadoras, que corrían espantadas tras ellos temiendo la reprimenda de sus señores.

La joven caminaba entre la multitud, tratando de pasar desapercibida, encogiéndose en su amplia capa con la esperanza de que nadie la reconociera. Estuvo horas paseando por las calles de la ciudad sin rumbo fijo y con la mirada fija en los bajos de su vestido, mientras escuchaba con apenas interés algunas palabras entremezcladas de las conversaciones de las gentes que se cruzaban en su indefinido camino.

El sol ya estaba dispuesto a ceder protagonismo a la luna cuando, cansada de caminar, la joven se apoyó en el tronco de una enorme encina y se dejó escurrir hasta el suelo. Se había alejado mucho de su casa, y durante demasiadas horas, estaba convencida de que su madre la estaría buscando. Pero el pensamiento de volver la hizo estremecerse.

Entre sus pensamientos, no llegó a oír el roce contra el suelo que provocaba alguien al andar, y que se aproximaba cada vez un poco más, lenta y pesadamente.

-¿Hola? –la voz de un chico sonó de pronto detrás de ella.

La joven se levantó ágilmente y volvió el rostro hacia quien había hablado, y después de aquello, sin saber el por qué su sonrisa se hizo paso entre la amargura que llevaba a cuestas.