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miércoles, 19 de junio de 2013

Noches y despertares

¿Y qué pasaría si un día nos dejáramos llevar por el caos? ¿Qué si nuestras mentes entrópicas deciden ceder a la enajenación del alcohol? ¿Qué si nuestros cuerpos se enredan entre las sábanas, entre sí, hasta dejarnos sin aliento? ¿Y qué si a la mañana siguiente no recuerdo tu nombre? ¿Qué ocurriría si no recordaras tú el mío? Puede que al despertar nos demos cuenta que el fuego de la pasión consumió los recuerdos como si de hojarasca se tratara, que las palabras, las propias letras, se perdieron entre el vaivén de nuestros cuerpos. O simplemente que en aquel momento no pareciera tan importante el saber nuestros nombres, porque puede que realmente no lo fuera. Porque quizá fuera necesario perder la identidad durante una noche, y ser solo un cuerpo necesitado de otro.
Cuando la temperatura aumenta y el raciocinio se pierde, la fricción candente de los cuerpos aumenta, la sensación de unos labios recorriendo tu cuerpo, de arriba hasta abajo, es lo único que capta tu cerebro, la sinapsis se acelera, ese exquisito temblor recorre tu cuerpo. Sabes que el otro te desea con cada ínfima fibra de su cuerpo, al igual que quema el deseo en tus venas, al igual que morirías tú en ese instante por un placentero segundo de liberación.

Y es por la mañana, cuando las sábanas ya frías, pero aún rezumantes de un pegajoso pero a la vez delicioso olor a sexo, el olor del impulsivo acto que cometiste en una noche cualquiera, cuando te percatas de los matices. Cuando te percatas del cabello oscuro del desconocido que duerme placenteramente. De la forma de su cuerpo bien formado bajo tus tan preciadas sábanas de intenso color turquesa de las que te niegas a deshacerte por muchos años que pasen. Es el momento en el que su rostro calmado te hace preguntarte de qué color eran sus ojos.  Azul celeste, que emane la paz de las aguas en calma. Verde intenso, como la esperanza que crees haber perdido. Marrón chocolate, que te recuerde tu siempre persistente amor por el dulce. Negro, profundo, absorbente, como el fondo de un pozo tenebroso. O quizás ninguno de ellos, o quizás todos ellos, creando una vorágine indescriptible de colores que te deje tan impresionada que no puedas apartar la vista de ellos. Pero entonces te das cuenta que todo eso es una estupidez, que lo de anoche seguramente fue una tremenda estupidez. Y huyes en tu propia casa. Borrando las huellas de tu delito con agua ardiente y esperando que, al salir de allí, la naturaleza del hombre haya salido a la superficie y se haya marchado por donde había venido. Pero no, no es así. Lo que te espera al salir es el delicioso olor del café recién hecho y dos tazas rebosantes en la encimera de la cocina. Y unos ojos, mirándote directamente. Negros, negros como el anochecer, con una explosión de un sorprendente azul aguamarina en el centro y motas doradas como estrellas en los bordes. Y sabes que aquellos ojos pueden ser eso que tanto tiempo llevas buscando para aferrarte, o pueden ser el inicio de la más absoluta de las perdiciones.

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