Era una tarde cálida, una tarde donde el sol
brillaba en el cielo sin abrasar la piel de aquellos que caminaban bajo su luz.
Era la clase de tarde en la que los cuentacuentos salían a cantar, con sus túnicas coloridas y sus palabras embelesadoras que atraían a niños, jóvenes, adultos y
ancianos por igual. En el centro de una pequeña plaza las risas se mezclaban
con los cantos alegres que un fantasioso anciano inventaba para los pequeños, un
par de calles más abajo, en las ruinas de una antigua posada, un joven con el pelo negro y rebelde y una sonrisa pícara contaba historias de amor
candentes, pasiones y engaños a los jóvenes más atrevidos y algún que otro
próximamente adulto que se negaba a dejar atrás la rebeldía y jovialidad de sus
años anteriores.
El más joven, de apenas quince años, de
pelo dorado y rizado, ojos azules oscuros y profundos como dos pozos y una
sonrisa tan dulce que toda chiquilla de la plaza andaba encandilada con ella,
reposaba contra una barandilla, con expresión ausente en el rostro mientras
relataba una de las tantas historias que conocía desde niño, aquellas sobre
héroes, caballeros y hazañas históricas que su abuelo le había enseñado a
contar y vivir en cuanto el pequeño aprendió a hablar.
-Y
de repente –miró directamente a los ojos de los interesados espectadores que
permanecían embelesados con la cadencia de su voz-, nuestro héroe se levantó,
mientras la profunda herida de su costado dejaba un reguero de aquel líquido
rojo que mantiene la vida.
Algunos
niños que consiguieron escapar de sus padres para escuchar las crudas historias
del joven juglar se taparon la boca, con la emoción del conocimiento del casi
imposible alzamiento del héroe. Los ancianos asentían con orgullo por la pasión
en las palabras del muchacho, mientras algunos chicos y chicas de la edad del
juglar, que preferían la acción a la picardía del juglar de pelo negro,
cuchicheaban entre sí con admiración.
-“Nunca
creí que los consiguieras, hijo” dijo arrepentido el anciano padre de nuestro
héroe –el juglar continuaba su historia-. Él sonrió sin importar lo ocurrido
tiempo atrás, pensando que no lejos de allí le esperaba algo incluso mejor que
el orgullo de su padre.
-Será
una bella muchacha de cabello brillante y dorado como el trigo, ¿verdad que sí,
Attis? –preguntó emocionada una muchacha algo más joven que el juglar, que puso
a propósito a la imaginaria dama el cabello de éste.
-No
seas tonta, Cyrene, es una historia de valor, bestias y héroes, no una de esas
de amor para las crías como tú –replicó el chico que estaba sentado junto a
ella.
-Puede
que no vaya desencaminada tu preciosa compañera, amigo –interrumpió el joven
Attis sonriendo, y provocando un ligero rubor en las mejillas de la muchacha-.
No es esta una historia de amor y delirio, pero los héroes merecen alguien que
les espere en casa cuando vuelven de sus hazañas, ¿no crees?
El
chico miró a Cyrene con el ceño fruncido, después volteó la cara y esperó a que
su juglar favorito continuara con el relato.
-Todo
héroe quiere alguien que le entregue su amor al llegar a casa, una dulce esposa
que lo espere con el corazón encogido, y nuestro héroe no va a ser menos, por
supuesto. Su amada era hermosa como ninguna, de cabello tan claro que parecía
blanco, con unos ojos verdes como el musgo que parecían más propios de una
ninfa que de cualquier otro ser. La joven era hija de un gran señor, dueño de
una de las villas más grandes de toda Grecia. Como bien sabéis nuestro héroe en
sus comienzos no era más que un campesino, sin gloria ni dinero, y no aspiraba
a tener para él a semejante belleza –las chicas suspiraban risueñas, gustosas
por este giro en la historia, y hasta los más masculinos admitían en su
interior que sería magnífico estar en el lugar del héroe-. Pero el valor que sintió al vencer a las bestias volvió a él para
reclamar a la chica de los brazos de su padre, y con toda la voluntad de su
cuerpo y mente consiguió que fuera suya.
-Los héroes
siempre quieren bellezas de las villas, que tienen la piel dorada y los ojos y
el cabello hermosos –comentó una chica algo quejicosa-. Nunca buscan muchachas
humildes y tan solo bonitas.
Attis sonrió y
se agachó hasta quedar a la altura de la joven, que estaba sentada en el suelo
junto a algunos más.
-Los héroes
describen a sus esposas como preciosas mujeres de pelo largo, cuerpos de suaves
curvas, ojos hermosos y labios generosos –admitió él-. Pero eso es porque así
las ven ellos, aunque fueran sencillas y “tan solo bonitas” –utilizó las mismas
palabras de la chica, que tanta gracia le habían causado interiormente-, las
alagarían como si fueran princesas, reinas y prácticamente diosas.
-Eso es cierto
–confirmó la sonriente Cyrene.
-Pero nunca se
debe comparar a un mortal con un dios, recordad si no lo que cuentan las
historias de muchas bellas y egocéntricas muchachas –dijo la voz suave y
cautivante de una mujer escondida ente la multitud y bajo una fina capa
verdiazul.
-Cierto, señora
–asintió Attis, reconociendo aquella voz que durante tanto tiempo había estado
cercana a él.
-Por favor,
termina la historia –le llamó la joven quejicosa mientras le tironeaba de la
túnica.
-Claro –sonrió.
Le dedicó una
última mirada a la mujer de la capa y prosiguió con su historia, que ya estaba
llegando a su fin.
-Nuestro héroe
tomó a la joven como su esposa, quien le dio fuertes hijos de cabello claro con
los ojos negros y llameantes de su padre, y una preciosa niña con los ojos de
su madre y el pelo rizado y castaño del héroe –continuó-. Y por fin, al
regresar a casa de sus mil hazañas tenía quien le curara las heridas y lo
esperara con el corazón encogido en el marco de la muerta.
Todo el mundo
permaneció en silencio.
-Y como todas
las historias, esta llegó a su fin, ¡hasta la próxima! –Attis dejó el tono
solemne de sus historias y pasó a ser el muchacho alegre de quince años que
era. Le guiñó el ojo a la sonrojada Cyrene y se apresuró a acercarse a la mujer
de la capa.
-Encantado de
verte de nuevo, Clío –susurró mientras se alejaba andando rápidamente, siempre
con la mujer pegada a su lado.
-Cada vez lo
haces mejor, Attis, estoy orgullosa de ti, mi niño –contestó ella calmada.
-Aduladora como
solo las musas sabéis serlo –comentó él carcajeándose-. Y bella, por supuesto.
-Son ya muchos
años, pequeño, ni tu ingenioso sarcasmo ni tus halagos hacen efecto ya en mí.
-Jamás
entenderé porque insistes en cuidar de mí, más que como pupilo me tomaste como
hijo, y cualquiera sabe que eso no es algo que hagáis las musas así porque sí –declaró
él con convencimiento.
-¿Ni siquiera
se me permite hacer buenas obras sin que alguien me lo reproche? –preguntó ella
molesta.
-No te lo
reprocho, pero es extraño, qué sentido tiene negarlo.
Clío miró al
muchacho con dulzura.
-Debería reprenderte
por tu forma de hablarme –dijo la musa tratando de mostrarse altiva.
-Claro,
deberías –asintió Attis riendo.
-Niño
insolente.
-Vamos, Clío,
no lo digo en serio –sonrió el chico rozando el hombro de la musa con el suyo
propio.
-Maldito crío,
sabes que no puedo cabrearme contigo –y una sonrisa se formó en sus labios.
Ambos
continuaron caminando en silencio, uno al lado del otro, durante unos minutos.
-Hacía ya mucho
que no venías a escuchar mis historias –comentó Attis.
-Tengo trabajo
que hacer, y ya no necesitas de mi ayuda como antes –explicó Clío-. La
inspiración está en ti, pequeño, no es necesario inducirla como al principio.
-Entonces,
¿dejarás de visitarme cuando creas que no necesito más ayuda? –preguntó el
chico, cierto tono de decepción en su voz.
-¿Preocupado
por si te abandono, querido?
-Han sido
muchos años, no diré que no te aprecio, Clío.
La musa se
detuvo en medio de una pequeña calle de casas bajas y humildes, apoyando las
manos en los hombros del muchacho se inclinó y le besó en la mejilla.
-¿Cómo podría
dejar a mi pequeño? –una sonrisa divertida se extendió en su rostro-. No te
preocupes por eso, Attis, si fuera a dejarte ya lo habría hecho. Estás de sobra
preparado para seguir tu solo.
El chico no
dijo nada, permaneció serio, sin mirar a los ojos de la musa.
-Bueno, mi
niño, tengo trabajo que hacer. Volveré a verte lo antes posible –se inclinó y
le dio un cálido abrazo a su protegido-. Adiós.
-Hasta pronto
–dijo de vuelta el muchacho sonriendo.
Luego
permaneció inmóvil, viendo como su mentora se alejaba contoneando las caderas y
se encogía en su capa hasta desaparecer como un susurro en el viento.
(Clío: musa de la poesía histórica y heroica)